MI VIDA POR LA TUYA


Esa mañana de marzo transcurrió con total normalidad. Ana, mi esposa, con la que llevo casado más de 15 años, trabaja en el hospital como médico. Yo ingresé en los años 90 en la Escuela Naval Militar y desde entonces, soy infante de marina.

Ana llevaba semanas hablándome del coronavirus, un virus que había surgido en China y que se estaba extendiendo rápidamente por todo el mundo. A decir verdad, yo no estaba especialmente preocupado. Los medios de comunicación repetían hora sí y hora también que el virus no tenía tanta importancia y que era menos dañino que una gripe común.

Todo eso cambió rápidamente. Esa misma tarde, el presidente del Gobierno anunció que se iba a declarar el estado de alarma y, con ello, se iba a limitar la libre circulación de las personas.

Muchas personas dejaron de trabajar, otras tantas, fueron despedidas. No fue el caso de mi mujer, ni tampoco el mío. A Ana le duplicaron las horas de trabajo y yo debía de estar largas jornadas patrullando y desinfectando las calles.

La escasez de material de protección tuvo sus consecuencias y éstas no tardaron en llegar. Ana estaba en contacto directo con contagiados y sus únicas protecciones eran una mascarilla de tela y unos guantes desechables de látex.

Una semana después de la declaración del estado de alarma, me llamaron del hospital. Mi mujer empezó a sentirse enferma y horas más tarde, ante su dificultad respiratoria, había sido ingresada en la UCI.

Yo me encontraba mal desde hace unos días, pero debido a la escasez de test de detección del virus, no podía comprobar si estaba infectado. Así que quise creer que se trataba de un simple resfriado. Al llegar al hospital, comencé a toser. Al mirarme la mano, me dí cuenta de que estaba llena de sangre. Lo único que recuerdo después de eso fue despertarme en una camilla, rodeado de enfermeros. Al mirar a mi izquierda, ahí estaba Ana, en otra camilla, mirándome con los ojos derrotados. Al verla, se me heló la sangre.

Horas más tarde, llegó el médico. Creo que nunca he visto a nadie con tal expresión de preocupación en su cara. Nos miró a Ana y a mí, apenas podía vocalizar.
Nos comunicó que sólo tenían un respirador disponible, y viendo que yo me encontraba en una fase más avanzada del virus y que la neumonía estaba acabando con mis pulmones, me lo pondrían a mí.

Yo me negué, amaba tanto a Ana que no dejaría que muriese por mi culpa, no sería el responsable. Cuando el médico fue a por el respirador, yo me las había apañado para irme, aprovechando que Ana había ido al baño.
Corrí todo lo lejos que pude, que no fue mucho. Empecé a sentir cómo mi capacidad respiratoria se iba reduciendo y cómo la sangre iba sustituyendo a mi saliva. Pude ver de lejos cómo le estaban poniendo el respirador a Ana, mientras lloraba desconsoladamente.

Caí rendido, agonizando, sin poder respirar ni moverme. Fui cerrando los ojos lentamente y comencé a verlo todo borroso. Me acordé de todas mis vivencias con Ana. Sonreí. Me dí cuenta de que daría mi vida por ella de nuevo si pudiese.

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